Hirsch y nosotros

Luis Fernández

Las propuestas de E.D. Hirsch, descritas por alguno como neoesencialistas, han encontrado crédito en dos tipos de agentes políticos. En la izquierda sólo en una minoría, a la que estamos apuntados. En la derecha, en una buena parte, sobre todo de la más ideologizada, porque la mayoría, clásicamente oportunista, valora positivamente el éxito de la «nueva educación», que domina el discurso y que, aunque promete lo contrario, reproduce y amplifica las diferencias sociales de nivel educativo, por su injustificada confianza en la innovación metodológica como panacea y por su indiferencia por los conocimientos, por la cultura.

Hirsch se declara de izquierdas, socialista según sus propias palabras, pero se reconoce conservador en materia educativa, en la línea de la interpretación de Gramsci, ahora minoritaria, que Entwistle dejó clara en su obra «Antonio Gramsci: Conservative schooling for radical politics», muy crítica con las pretensiones de la «pedagogía centrada en el niño».

En común con los conservadores, Hirsch y nosotros tenemos una preocupación por la transmisión de contenidos clásicos. Lo que se espera en cada caso es sin embargo distinto, lo que determina diferencias en qué hay que enseñar y también en los modos.

Los conservadores

Los conservadores quieren unos contenidos que más que clásicos sean tradicionales, los que sirvan a la formación en el respeto a los mayores y a las instituciones sociales tradicionales, al orgullo patriótico y a la moral tradicional, es decir, preferiblemente una moral anterior a la revolución de las costumbres que promovió ese capitalismo del consumo ahora en retroceso. No quieren que se enseñen cosas inútiles, así que para la mayoría, además de los valores tradicionales, quieren una cultura general limitada que sustente aquéllos —por ejemplo, una historia que promueva el orgullo de pertenencia recordando las glorias nacionales y silenciando los puntos oscuros, mucho de lo bueno del Cid Campeador pero poco de lo malo de la guerra del Rif—, una educación más técnica que científica —parece que la mayoría no necesita saber qué es un algoritmo, la resiliencia ecológica, o la retrodicción, pero sí saber qué significa en la práctica un kWh o cómo borrar un disco duro sin dejar rastro— y una «educación financiera», que los deje a merced de los bancos —cómo pedir un crédito, pero también la disposición a hipotecar la casa familiar para «emprender» un negocio inviable—.  Son contenidos seleccionados que no recorren pero sí representan una cierta cultura, identificada sin ambages con la hegemónica en el mundo, la de la expansión europea y cristiana, orgullosa de su poder y sin complejos.

El rigor se queda en hacer pruebas externas que sirvan a dos fines. El primero es apartar a la mayoría de la enseñanza general cuanto antes, encaminándolos a una formación profesional sin contenidos culturales (que para esos alumnos se declaran «inútiles»; desproveer de ellos, llamándolos teóricos, a las enseñanzas terciarias, incluidas las universitarias, es otra manera de buscar lo mismo). La exclusión de la cultura de una parte significativa si no mayoritaria de la población no es vista como un fracaso, sino como el resultado natural y espontáneo de diferencias de talento y carácter que el sistema escolar no puede sino constatar. El segundo objetivo de las pruebas externas es realimentar las diferencias favoreciendo la clasificación de los centros, para lo que publicar sus resultados es esencial, porque los jerarquiza y favorece el negocio educativo, aunque para ello convierta en guetos la mayoría de los centros públicos.

Un sistema así —con un programa de contenidos fijado y pruebas externas usadas para la exclusión— aspira a venderse como meritocrático, aunque sea exactamente lo contrario; tiene la virtud de facilitar la atribución del fracaso a sus víctimas, en lugar de a sus perpetradores.

La izquierda

Cuando desde la izquierda pedimos una enseñanza rica en contenidos, y vemos con incredulidad que se identifique a la izquierda con exactamente lo contrario, estamos hablando de una enseñanza rica en contenidos para todos, donde sólo se pueda hablar de éxito cuando unos objetivos exigentes —exigentes sobre todo para el sistema— se hayan alcanzado para la inmensa mayoría, no para una fracción más o menos generosa. La definición del qué enseñar no deriva en nuestro caso de las necesidades de esta u otra estabilidad social y política, porque no buscamos un adoctrinamiento alternativo sino que se ponga al alcance de cada uno lo que sabemos entre todos. Se logra con una enseñanza sistemática, organizada según la lógica del conocimiento, en torno a disciplinas que contribuyen cada una con una clase de problemas y con maneras propias de abordar éstos y de pensar, no sólo con un catálogo de conceptos y menos aún con una lista simple de datos. Requiere de un currículo con dos secciones, una cerrada, que define los contenidos comunes que queremos que todos aprendan, los que se requieren para seguir avanzando juntos, y otra abierta, que sirve para la adaptación a las circunstancias específicas de cada lugar y momento y ¿por qué no? a los intereses subjetivos de los alumnos, que serán inevitablemente definidos por las circunstancias de su medio y de su tiempo, por esas que tienen la necesidad y la obligación de pensar.

En este esencialismo educativo de izquierdas no se rechaza la diversidad cultural, pero sí el relativismo que hace a todas las tradiciones equivalentes para todo; busca una cultura de valor universal, que no puede consistir en una reafirmación de los valores e intereses de quien ha llegado a dominar el planeta, aunque en algunos capítulos, como la ciencia experimental o la igualdad política, tenga en Occidente sus raíces más sólidas.

Las pruebas externas han de servir para evaluar las necesidades tanto o más que para certificar los logros personales y colectivos; no se usan para la realimentación positiva, para promover la distancia entre los centros y el negocio educativo, sino para la realimentación negativa, para igualar, pero siempre empujando desde abajo, nunca frenando desde arriba. Es una educación que busca corregir los déficits, no reducir las diferencias si para ello hay que enseñar menos a los más dispuestos o preparados para aprender. Es así porque el conocimiento no es sólo un derecho fundamental de los individuos, sino que lo es además de la comunidad, que necesita también a los talentos excepcionales; cuando alguien sabe mucho, en una sociedad sana nos beneficiamos todos.

Para la izquierda, para esta izquierda, sí son importantes la disciplina y el mérito. La disciplina es una virtud personal que hay que formar, es principalmente autodisciplina y respeto a los demás, no pura sumisión acrítica a una jerarquía recibida. La clase no es una asamblea democrática, pero el profesor, que es quien dirige, nunca deja de escuchar ni de justificar sus decisiones propias o de explicar las exigencias del sistema. El mérito es el del esfuerzo, y también el del talento cuyos frutos se comparten, porque de los que han recibido más es justo esperar que den más.

Los esfuerzos de un sistema educativo basado en estas premisas permitirían, en la medida misma en que se logren sus objetivos, avanzar en una de las precondiciones para que la sociedad sea una asamblea de iguales —sin jerarquías sociales predeterminadas y hereditarias, sin clases sociales— para que la democracia sea real, y es que todos sus miembros disfruten de la mejor información disponible cuando contribuyen a la toma de decisiones, cuando elijan. Es imprescindible también para una sociedad cuyo comportamiento sea inteligente, que no se autodestruya, una sociedad gobernada por los sabios donde los sabios sean todos.

Hirsch y nosotros