Hirsch y nosotros

Luis Fernández

Las propuestas de E.D. Hirsch, descritas por alguno como neoesencialistas, han encontrado crédito en dos tipos de agentes políticos. En la izquierda sólo en una minoría, a la que estamos apuntados. En la derecha, en una buena parte, sobre todo de la más ideologizada, porque la mayoría, clásicamente oportunista, valora positivamente el éxito de la «nueva educación», que domina el discurso y que, aunque promete lo contrario, reproduce y amplifica las diferencias sociales de nivel educativo, por su injustificada confianza en la innovación metodológica como panacea y por su indiferencia por los conocimientos, por la cultura.

Hirsch se declara de izquierdas, socialista según sus propias palabras, pero se reconoce conservador en materia educativa, en la línea de la interpretación de Gramsci, ahora minoritaria, que Entwistle dejó clara en su obra «Antonio Gramsci: Conservative schooling for radical politics», muy crítica con las pretensiones de la «pedagogía centrada en el niño».

En común con los conservadores, Hirsch y nosotros tenemos una preocupación por la transmisión de contenidos clásicos. Lo que se espera en cada caso es sin embargo distinto, lo que determina diferencias en qué hay que enseñar y también en los modos.

Los conservadores

Los conservadores quieren unos contenidos que más que clásicos sean tradicionales, los que sirvan a la formación en el respeto a los mayores y a las instituciones sociales tradicionales, al orgullo patriótico y a la moral tradicional, es decir, preferiblemente una moral anterior a la revolución de las costumbres que promovió ese capitalismo del consumo ahora en retroceso. No quieren que se enseñen cosas inútiles, así que para la mayoría, además de los valores tradicionales, quieren una cultura general limitada que sustente aquéllos —por ejemplo, una historia que promueva el orgullo de pertenencia recordando las glorias nacionales y silenciando los puntos oscuros, mucho de lo bueno del Cid Campeador pero poco de lo malo de la guerra del Rif—, una educación más técnica que científica —parece que la mayoría no necesita saber qué es un algoritmo, la resiliencia ecológica, o la retrodicción, pero sí saber qué significa en la práctica un kWh o cómo borrar un disco duro sin dejar rastro— y una «educación financiera», que los deje a merced de los bancos —cómo pedir un crédito, pero también la disposición a hipotecar la casa familiar para «emprender» un negocio inviable—.  Son contenidos seleccionados que no recorren pero sí representan una cierta cultura, identificada sin ambages con la hegemónica en el mundo, la de la expansión europea y cristiana, orgullosa de su poder y sin complejos.

El rigor se queda en hacer pruebas externas que sirvan a dos fines. El primero es apartar a la mayoría de la enseñanza general cuanto antes, encaminándolos a una formación profesional sin contenidos culturales (que para esos alumnos se declaran «inútiles»; desproveer de ellos, llamándolos teóricos, a las enseñanzas terciarias, incluidas las universitarias, es otra manera de buscar lo mismo). La exclusión de la cultura de una parte significativa si no mayoritaria de la población no es vista como un fracaso, sino como el resultado natural y espontáneo de diferencias de talento y carácter que el sistema escolar no puede sino constatar. El segundo objetivo de las pruebas externas es realimentar las diferencias favoreciendo la clasificación de los centros, para lo que publicar sus resultados es esencial, porque los jerarquiza y favorece el negocio educativo, aunque para ello convierta en guetos la mayoría de los centros públicos.

Un sistema así —con un programa de contenidos fijado y pruebas externas usadas para la exclusión— aspira a venderse como meritocrático, aunque sea exactamente lo contrario; tiene la virtud de facilitar la atribución del fracaso a sus víctimas, en lugar de a sus perpetradores.

La izquierda

Cuando desde la izquierda pedimos una enseñanza rica en contenidos, y vemos con incredulidad que se identifique a la izquierda con exactamente lo contrario, estamos hablando de una enseñanza rica en contenidos para todos, donde sólo se pueda hablar de éxito cuando unos objetivos exigentes —exigentes sobre todo para el sistema— se hayan alcanzado para la inmensa mayoría, no para una fracción más o menos generosa. La definición del qué enseñar no deriva en nuestro caso de las necesidades de esta u otra estabilidad social y política, porque no buscamos un adoctrinamiento alternativo sino que se ponga al alcance de cada uno lo que sabemos entre todos. Se logra con una enseñanza sistemática, organizada según la lógica del conocimiento, en torno a disciplinas que contribuyen cada una con una clase de problemas y con maneras propias de abordar éstos y de pensar, no sólo con un catálogo de conceptos y menos aún con una lista simple de datos. Requiere de un currículo con dos secciones, una cerrada, que define los contenidos comunes que queremos que todos aprendan, los que se requieren para seguir avanzando juntos, y otra abierta, que sirve para la adaptación a las circunstancias específicas de cada lugar y momento y ¿por qué no? a los intereses subjetivos de los alumnos, que serán inevitablemente definidos por las circunstancias de su medio y de su tiempo, por esas que tienen la necesidad y la obligación de pensar.

En este esencialismo educativo de izquierdas no se rechaza la diversidad cultural, pero sí el relativismo que hace a todas las tradiciones equivalentes para todo; busca una cultura de valor universal, que no puede consistir en una reafirmación de los valores e intereses de quien ha llegado a dominar el planeta, aunque en algunos capítulos, como la ciencia experimental o la igualdad política, tenga en Occidente sus raíces más sólidas.

Las pruebas externas han de servir para evaluar las necesidades tanto o más que para certificar los logros personales y colectivos; no se usan para la realimentación positiva, para promover la distancia entre los centros y el negocio educativo, sino para la realimentación negativa, para igualar, pero siempre empujando desde abajo, nunca frenando desde arriba. Es una educación que busca corregir los déficits, no reducir las diferencias si para ello hay que enseñar menos a los más dispuestos o preparados para aprender. Es así porque el conocimiento no es sólo un derecho fundamental de los individuos, sino que lo es además de la comunidad, que necesita también a los talentos excepcionales; cuando alguien sabe mucho, en una sociedad sana nos beneficiamos todos.

Para la izquierda, para esta izquierda, sí son importantes la disciplina y el mérito. La disciplina es una virtud personal que hay que formar, es principalmente autodisciplina y respeto a los demás, no pura sumisión acrítica a una jerarquía recibida. La clase no es una asamblea democrática, pero el profesor, que es quien dirige, nunca deja de escuchar ni de justificar sus decisiones propias o de explicar las exigencias del sistema. El mérito es el del esfuerzo, y también el del talento cuyos frutos se comparten, porque de los que han recibido más es justo esperar que den más.

Los esfuerzos de un sistema educativo basado en estas premisas permitirían, en la medida misma en que se logren sus objetivos, avanzar en una de las precondiciones para que la sociedad sea una asamblea de iguales —sin jerarquías sociales predeterminadas y hereditarias, sin clases sociales— para que la democracia sea real, y es que todos sus miembros disfruten de la mejor información disponible cuando contribuyen a la toma de decisiones, cuando elijan. Es imprescindible también para una sociedad cuyo comportamiento sea inteligente, que no se autodestruya, una sociedad gobernada por los sabios donde los sabios sean todos.

Hirsch y nosotros

SE PUEDE CONSEGUIR LA IGUALDAD DE RESULTADOS AL FINAL DE LA ESCOLARIZACIÓN OBLIGATORIA SÓLO SI EXISTE UNA VERDADERA VOLUNTAD POLÍTICA EN ESE SENTIDO Y SI EL TRABAJO PARA ELLO ES CONSTANTE DESDE EL PRINCIPIO DE LA ESCOLARIZACIÓN

La escuela inclusiva es una necesidad de las sociedades democráticas que no quieren serlo sólo en apariencia: les va en ello su propia existencia como tales. Para conseguir ese tipo de escuela, es necesario conseguir la igualdad por arriba de los resultados académicos y de la forja del carácter de los alumnos. Para conseguir esa finalidad, no basta con proclamar su necesidad o nuestros deseos. Si queremos que todos[1] los niños españoles acaben su escolarización obligatoria teniendo verdaderamente asumidos todos los conocimientos que les serán necesarios para continuar sus estudios más allá de esa escolarización (o, en todo caso, para poder entender verdaderamente el mundo y la sociedad en que viven), una cuestión fundamental es qué currículo debe ser enseñado y aprendido en la enseñanza Infantil y en la Primaria. Lo que la práctica asegura, al respecto, y las pruebas empíricas certifican, es que, lejos de que sea necesario rebajar o aligerar los contenidos de la enseñanza Secundaria (lo que significaría de antemano la eliminación de la inclusividad que se pretende), lo que se necesita es asegurar el aprendizaje de contenidos más amplios y rigurosos en la Primaria.

Necesitamos que los escolares españoles puedan limar sus diferencias desde su primera y más tierna infancia. Si los niños de la clase trabajadora manual tienen (como parece que dicen la práctica escolar y muchos pedagogos) un menor caudal de vocabulario o menos recursos cognitivos que los niños de la clase trabajadora no manual, o que los niños de la clase capitalista, entonces, esos niños deben ser puestos, desde el minuto 1 de su escolarización (que debe ser para todos, y gratuita, desde el primer año de infantil), en situación de superar esa brecha inicial. La enseñanza sistemática de vocabulario (activo y pasivo), por medio de una práctica rigurosa e insistente, debe llevarse a cabo con energía y voluntad política de lograr la superación de la brecha inicial en ese sentido[2] ya desde el primer año. La brecha debe ir disminuyendo sistemáticamente, hasta que quede colmada por entero antes del comienzo del aprendizaje de la lectura.

El aprendizaje de la lectura debe afrontarse desde muy temprano, cumplidos que sean sus cuatro años de edad. Todos los niños deberán poder leer sin problemas antes de cumplir sus cinco años, y eso se conseguirá mediante el aprendizaje sistemático de la relación sonido-letra y de la conciencia fonológica[3]. Cuanto antes se aprenda leer, más fácil le será a los alumnos de la clase trabajadora manual el aprendizaje masivo de nuevas palabras, de modo que sea más difícil el retroceso en relación con los alumnos de familias más acostumbradas a las cuestiones culturales o intelectuales. La lectura en ese primer curso debe ser, pues, abundante, y, por supuesto, estimulante para el desarrollo intelectual del alumno[4]. Por otra parte, antes de que acabe el curso en que cumplen los cinco años, todos los escolares deben haber empezado en serio a aprender a escribir. Cuando cumplan los seis años deberán estar ya preparados para leer textos formativos (esa lectura servirá, al mismo tiempo, para el propio desarrollo de la capacidad lectora y para el aprendizaje de nuevos conocimientos) y para escribir (aprendizaje que se deberá completar antes de comenzar el primer año de la Primaria) textos sencillos (primero, copiando; luego, al dictado; finalmente, por su cuenta). La práctica de la lectura tiene que seguir siendo masiva en ese último año de la escuela infantil.

En resumen, todos los alumnos deberán estar en perfectas condiciones de empezar el primer curso de Primaria, porque se habrá trabajado desde el principio absoluto de la escolarización para borrar totalmente la brecha posible existente en ese inicio. Así, estarán todos preparados para empezar su trabajo de aprendizaje de todos los conocimientos que han de ser necesarios en cada momento del desarrollo de la práctica escolar. Eso significa que habrán de graduarse los conocimientos de acuerdo con las necesidades de cada curso y edad, teniendo en cuenta las necesidades de partida del curso siguiente. En ese sentido, es necesario que todos los escolares comiencen cada curso con todos los conocimientos que se requieran al efecto, y que todos esos conocimientos se amplíen y se exijan para asegurar que eso sucederá. Habrá de cuidarse, minuciosa y constantemente, que la brecha de conocimientos no aparezca en ningún momento, vigilando de cerca el desarrollo de todos los alumnos, de modo que se pueda advertir, antes de que se acentúe, cualquier pequeño desajuste en el aprendizaje. Todo el trabajo a desarrollar en la Primaria ha de ser el necesario para llegar al término del 6º año con todos los alumnos teniendo todos los conocimientos necesarios bien aprendidos y asimilados, y con la capacidad intelectual adecuada para comenzar el primer año de Secundaria sin ningún desajuste.

La lucha ha de ser constante en ese sentido, si es que queremos que la igualdad de resultados por arriba para todos, al término de la enseñanza obligatoria, sea un hecho. Si es que queremos, de verdad, la escuela inclusiva.

[1] Como es lógico, ‘todos‘ significa, en este texto, “casi todos”, es decir, todos aquellos que no presenten problemas extraordinarios. En todo caso, será preceptivo trabajar minuciosa y concienzudamente desde el primer día de la escolarización de cada niño para solucionar de inmediato los problemas de retraso que se perciban en cada momento. Hay que conseguir que los “problemas extraordinarios” sean sólo los que verdaderamente se manifiesten en la práctica como “extraordinarios” y queden claramente fuera del alcance de una instrucción rigurosa, empeñada, con verdadera voluntad política, en limitar al máximo esa cifra.

[2] Es decir, la brecha que tiene que ver con la situación inicial de desfase en el vocabulario. Asimismo, debiera ser posible poner a todos los niños en una situación cognitiva suficiente para la continuidad con aprovechamiento de su escolaridad. La idea fundamental es ésta: la brecha debe reducirse en todos los niveles en la medida necesaria para que todos estén en disposición de aprovechar los cursos sucesivos, no por medio de subterfugios del tipo “todos aprenden algo”, sino asegurando que todos aprenden lo suficiente para continuar adelante; es decir, no como ahora, en que una proporción creciente de los alumnos no pueden lograr los objetivos si éstos no son falseados. De esta forma, será posible que “todos” los que entran en primaria estén preparados para ello.

[3] Es necesario destacar, aquí, que las pruebas empíricas al efecto demuestran, repetidamente, que el “método global” de enseñanza-aprendizaje de la lectura en los niños pequeños no funciona en absoluto y que el “método fonológico” es necesario como la base inicial obligada para el comienzo real de la lectura.

[4] Pensamos que la comunicación con los que están aprendiendo a leer tendría que ser, en parte, también por medio de textos desde el principio de su formación. Es decir, no se trata sólo de proponerles ejercicios, sino también de darles instrucciones escritas, primero como rótulos, luego también como indicaciones para lograr algo. Creemos que la motivación para leer debiera tener desde el principio un componente utilitario; es decir, deberían “fabricarse” situaciones en las que la lectura demostrara una utilidad inmediata. La experiencia nos enseña ampliamente que, una vez que se ha aprendido con fuerza la idea fundamental del “valor de las letras”, el desarrollo de la lectura se efectúa con todo texto escrito que cae bajo los ojos del aprendiz.

SE PUEDE CONSEGUIR LA IGUALDAD DE RESULTADOS AL FINAL DE LA ESCOLARIZACIÓN OBLIGATORIA SÓLO SI EXISTE UNA VERDADERA VOLUNTAD POLÍTICA EN ESE SENTIDO Y SI EL TRABAJO PARA ELLO ES CONSTANTE DESDE EL PRINCIPIO DE LA ESCOLARIZACIÓN

La educación española está marcada por una anomalía insólita en los países de nuestro entorno: el sistema de conciertos educativos. El 32% de los estudiantes españoles de primaria y secundaria estu…

Origen: Elitismo educativo, escuelas concertadas y bilingüismo

Elitismo educativo, escuelas concertadas y bilingüismo

El crédito: la responsabilidad de profesores y alumnos en la enseñanza y el aprendizaje

María José Navarro Mateo

      Durante una o dos horas cada día soy adicta oyente de Radio Vaugham, en la que trato de no olvidar el inglés que aprendí, a la vez que afilo mis neuronas por lo que puedan perder con el tiempo. Y, en esas horas, se alternan clases y charlas que se imparten con el desenfadado espíritu americano en el que se subraya siempre la necesidad de que se ponga esfuerzo personal en cada empresa que se quiera acometer. Y, de la misma manera, se insiste en los espacios de publicidad para que el aspirante a aprender inglés sepa que debe rentabilizar su inversión con una aportación significativa de esfuerzo y estudio personal.

Sé, además, que tienen a gala ofrecer resultados tangibles, y que ése es uno de sus activos más importantes. Es su crédito. Hasta tal punto que cuando un alumno no pone su parte del esfuerzo se lo hacen notar y le advierten de que no va a alcanzar su objetivo. Son realistas y, a la vez, exigentes al pedir la parte del estudiante, porque no se pueden permitir medianías consentidas que les harían perder su crédito, que es el activo más importante que poseen y su condición de empresa de futuro. Y saben que sin estudio y esfuerzo no se aprende.

Y a mí, que escucho sus mensajes a diario, me hacen reflexionar sobre esta condición de supervivencia tan pegada, por una parte, al mercado actual y, por otra, a las exigencias del proceso de enseñanza y de aprendizaje. Porque si algo es necesario en la enseñanza es el crédito, la necesaria confianza en los resultados, que debe dar el sistema a los usuarios que deben saber siempre que lo que se ofrece es bueno y eficiente. Pero todo esto que está muy bien en el nivel de la teoría debe ser bajado a la realidad diaria, que plantea enseguida una cuestión: hay que saber cómo y quién se ha de ganar ese crédito y con qué medios.

Es cierto que es el sistema educativo el que tiene que organizar programas, ha de dar los medios para ello y, lo más importante, ha de proveer el personal que ha de traducir a la vida diaria todo eso: los profesores. Y éstos son los que en primera persona responden ante la sociedad, los que toman diariamente las decisiones, realizan el esfuerzo de adaptación y de la tarea de transmisión de todo un bagaje cultural hecho de conocimientos y de adiestramiento en destrezas que fomenten el aprendizaje en sus niveles más amplios.

Pero hay que ganarse el crédito, asegurándose de que el estudiante aprende lo necesario en cada etapa, en cada curso, y eso no es fácil, porque hacen falta la contribución de las dos partes, es decir, el profesor y el estudiante, y a cada uno se le ha de exigir su tarea en términos de trabajo y de esfuerzo personal. El alumno debe estudiar y aprender de manera efectiva para poder superar cada etapa sin que quepan atajos, y el profesor tiene que esforzarse por que cada habitante de su clase llegue a conseguir el éxito. No se puede dar crédito a una relación de enseñanza y aprendizaje que no muestre efectivamente un resultado aceptable y efectivo, y lo peor que puede suceder es que, al final, y sin remedio, se haya pasado todo un curso sin que un alumno haya aprendido casi nada y que con esa carencia pase al siguiente, donde perderá el tiempo y los recursos invertidos por el sistema. Y se tendrá que afrontar, además, la pérdida de crédito, que es, en la realidad tangible, lo que sucede cuando la sociedad (los padres, los “expertos”, los medios) dicen que no hay nivel, que los centros no enseñan. O que, como excusa final pero no mínima, oigamos a veces aquello tan bonito de que lo importante, al fin, es que los niños sean felices y vivan la vida. Pero entonces, creo, no aprenderán LO que es la vida, ésa real que se traduce, fuera de las clases, en trabajo duro, en inseguridad y, muchas veces, en sufrimiento.

No es fácil afrontar este asunto cuando todo está fallando alrededor, empezando por el sistema que recorta y suprime con despiadada frialdad y exige hipócritamente de palabra lo que en la práctica no está dispuesto a proveer o incluso impide; pero, como ciudadanos empeñados en la enseñanza, tendríamos que poder al menos apurar las posibilidades reales que a pie de aula se dan y que muchas veces no requieren más que empeño personal de todos. Dar calidad en las clases sólo depende de nuestra capacidad para estudiar y renovarnos continuamente (y no sólo en nuevas tecnologías), y lograr respuesta en los estudiantes es labor de equipo y de centro, y también de exigencia en el aula. Y tener crédito significa no ceder ni regalar lo que no se debe regalar, porque a la larga se perjudica a los jóvenes que creerán que han aprobado sus estudios por saber y no por otras razones que pueden ir desde una falsa compasión a la creencia de que ya saldrán adelante en la vida de otra manera, teniendo en cuenta el futuro que los espera, etcétera, etcétera.

¿Y qué pasaría si hubiera pruebas externas? Ya sé que hay un gran revuelo acerca de esto, pero podría pensarse que, bien organizadas y teniendo claro cuál es el objetivo (siempre el beneficio del estudiante), se podrían pensar como un control de calidad. Claro que sería necesario informar bien a los medios de comunicación para que no pusieran de los nervios a toda la sociedad y dejaran que la educación buscara sus propios medios. Realizadas con eficiencia y amplitud, serían un excelente control de calidad y subirían el nivel de nuestro sistema educativo, igualando a todos, estudiantes y centros, y garantizando la calidad. Es el crédito, el valor del respeto que debemos a los jóvenes y a su capacidad, y el respeto que nos debemos como profesores, y que hemos de exigir que nos tenga la sociedad. Que ya va siendo hora de dejar de ser el pim pam pum de la sociedad.

El crédito: la responsabilidad de profesores y alumnos en la enseñanza y el aprendizaje

El nombre de la cosa. Alrededor de los deberes escolares

El nombre de la cosa. Alrededor de los deberes escolares

 María José Navarro

            Vengo observando un creciente interés por el tema de los deberes escolares, y, conforme a lo que ahora parece una forma casi obligatoria, la cuestión se polariza en dos posiciones contrapuestas: o se es partidario (y, por tanto, de derechas o no progresista) o no se es partidario (y, claro, naturalmente progresista o de izquierdas). Y, la verdad, no puedo aceptarlo, al menos en mi concepción de lo que debería ser, creo, la cuestión central, que no es la posición del opinante, sino el interés que éste muestre por el beneficio del estudiante. Pero no un interés que se desprenda del nombre, más o menos popular o conocido de la persona que habla, sino de una consideración razonada de por qué una u otra postura favorece a los que se supone que son el objeto de la opinión: los niños y los jóvenes.

Me referiré, por no extenderme, a dos opiniones que he escuchado o leído hace poco. Una de ellas se refiere a los deberes escolares como un problema de desigualdad, es decir, que el que unos niños hagan deberes y otros no los puedan hacer porque en sus casas no es posible, genera desigualdad y, por tanto, no se debería poner trabajo para casa.

Bien, es posible que alguien esté fuertemente comprometido con niños y jóvenes de una clase social desatendida por la Administración, cuando no declaradamente perjudicada, y al ver que estos chicos no cuentan en sus casas con las condiciones de trabajo necesarias, uno piense que es mejor igualar. Sin embargo, yo iría más allá. Es cierto que estos chicos no tienen condiciones para trabajar en sus casas, pero eso no anula la intrínseca necesidad que tienen de progresar en los estudios, y eso hay que pedírselo a las instituciones. Exigirles que tomen medidas para que se tengan horas en colegios e institutos para estudiar y medios para ello: biblioteca o aulas, libros y ordenadores de consulta y otros materiales, personas para que los ayuden (no para que les hagan los ejercicios), y todo ello pagado por la Administración. De hecho, en algunos lugares se ha pedido y se ha dado, aunque ahora, con los recortes, pueda haberse rebajado: pero se vivirá como una carencia a subsanar, y no como algo que no se debe tener.

Y creo que éste ha de ser el empeño fuerte, y progresista, porque, precisamente, esos niños y jóvenes necesitan más que los otros más afortunados de ese empuje imprescindible para salir de su situación. Lo esencial es tratar de igualar hacia arriba, si es que deseamos una educación mejor y una sociedad más justa.

Otra opinión que he escuchado es la de que los niños están “cargados de deberes”, y lo esencial para ellos es jugar y divertirse más. Bien. Es posible que, en ese aspecto, haya más bien una diferente comprensión del nombre de la cosa. Porque sería interesante saber a qué nos referimos todos cuando hablamos de deberes y de carga.

Por mi parte, diré que me da igual llamar “deberes” que “estudio” a lo que hace una criatura que acaba sus horas escolares y se lleva a casa en sus cuadernos lo que ha escuchado en el centro. Lo interesante es que se trata de ideas y saberes que la persona debe asimilar y fijar en su mente, con su inteligencia, su memoria y su voluntad. Es lo que podríamos llamar un “deber de estudio”, que es la tarea que los jóvenes tienen asignada como su personal contribución al desarrollo de la sociedad. Puede que suene solemne, pero es muy sencillo, sobre todo porque yo, tal vez contra toda esperanza, creo en el futuro y en los que lo van a tener que desarrollar cuando yo ya no esté. Y eso requiere trabajo de todos, nuestro, como mayores, y suyo, de los jóvenes.

Ahora (y tal vez aquí puede estar el punto donde podamos entendernos todos), los “deberes” que se refieren a un montón de ejercicios de relleno de huecos o de copiar dibujos que ya están mejor plasmados en el libro, verdaderamente son una carga poco productiva, es verdad. Tanto en Primaria como en Secundaria los niños deben aprender a fijar sus ideas con   trabajos no rutinarios y, sobre todo, con trabajos que necesiten antes de un repaso de lo escuchado en clase. Porque yo sé, y muchos de ustedes también, seguro, que muchos niños rellenan sus ejercicios SIN haber repasado lo dicho en clase, sólo esperando “acertar” con la solución. Efectivamente, estos deberes son una carga pesadísima e ineficiente.

Y aquí sí que hay que trabajar. Los profesores debemos asegurarnos de que los estudiantes se llevan tareas a casa útiles para asegurar lo aprendido, y comprobar al día siguiente si lo hacen, es decir, si tienen claros los conceptos y las ideas. Y eso se puede hacer de manera progresiva, de menos si son pequeños a más cuando son mayorcitos, pues lo importante es que aprendan el hábito de pensar por ellos mismos y de asegurar, o memorizar, los conceptos que aprenden. Y también deben trabajar los padres, claro. Pero no haciéndoles los deberes, que parece una práctica casi obligatoria, sino más bien ayudando a los niños a concentrarse y a exigirse un poco más cada vez, y asegurarse de que ellos saben que cuentan con todo su apoyo y compañía, con toda su simpatía y cariño, que puede incluir escucharles la lección o simplemente animarlos a que se anoten aquello que no han entendido y que deben preguntar en clase al día siguiente. Y aquí estaría el trabajo de compensación en los centros para esos niños que no tienen en sus casas la posibilidad de trabajar.

A mí me parece que, en este punto, podemos encontrarnos todos. Los deberes inútiles son eso, inútiles, pero el estudio no es un “deber”, es un derecho que toda persona tiene para llegar a serlo plenamente, y el único camino es el del trabajo personal sobre uno mismo. Y ese derecho es el que, en todo caso, los mayores hemos de procurarles.

No me parece que sea muy difícil estar de acuerdo en esto, más allá del nombre que le demos a la cosa. Cargados de honradez y de deseo de hacer las cosas en beneficio de los que necesitan de ello, es fácil ponerse de acuerdo. Sólo haría falta mirar de otra manera los clichés y ponernos alguna vez en la mente del otro.

Acerca de la necesidad del conocimiento profundo por parte de los trabajadores para el logro de su hegemonía

Salustiano Martín

(19 febrero 2005)

     Sólo cuando se piensa la necesidad del conocimiento por parte de los trabajadores, no desde el punto de vista del trabajo que realizan en el proceso de producción, sino desde el de las necesidades de la lucha política e ideológica (cultural, en sentido amplio), es decir, sólo cuando se piensa esa necesidad del conocimiento desde el punto de vista de las necesidades mismas de la lucha de los trabajadores por la consecución de su hegemonía en la sociedad y en el Estado, y para el gobierno por ellos mismos de esa sociedad y ese Estado, sólo entonces, se entiende perfectamente cuál es el interés de los trabajadores en el aprendizaje de todos los conocimientos, ni uno menos de los que tienen que conseguir sus dominadores y explotadores de la burguesía.

Durante una buena parte de la historia de las clases trabajadoras, sus propios teóricos han percibido esa necesidad de conocimientos como la necesidad que tiene la burguesía de los conocimientos de los trabajadores para realizar sus tareas en el proceso de la producción; así, han creído ver en la extensión de la educación la respuesta de la burguesía a esa necesidad. Pocas veces se ha pensado esa necesidad de conocimiento desde las expectativas de los propios trabajadores, y, sin embargo, es harto fundamental que así se haga: en su propio interés estratégico. Es decir, no porque cuanto más se valorice su trabajo (por medio de los conocimientos disponibles para su ejecución) más elevados serán los salarios que podrán exigir, sino porque no hay forma de dirigir la lucha por su emancipación si no controla los conocimientos que hacen posible su esclavitud, porque no hay forma de construir una sociedad nueva sin los conocimientos de la naturaleza y de la sociedad que la harían posible. Contra esa debilidad cultural (que es una debilidad que traspasa todos los niveles del conocimiento y la práctica social) se han estrellado todos los esfuerzos de los movimientos sociales y políticos de la clase trabajadora y de las revoluciones que, en su nombre pero a menudo no con sus solas fuerzas, se han llevado a cabo.

Sólo la identificación de las necesidades de conocimiento desde los intereses estratégicos de la clase trabajadora ha hecho posible visualizar la tarea que ésta tiene que acometer en el terreno de su educación. Gramsci fue el que más claramente supo identificar esas necesidades y esos intereses, y, aunque la izquierda ha olvidado sus palabras –si es que alguna vez las ha conocido de verdad-, es estrictamente obligado desarrollar la teoría y la práctica de las luchas de los trabajadores por su emancipación a partir de sus reflexiones. Dada la finalidad que la clase trabajadora debe atreverse a descubrir en su estudio y en el sistema educativo entero, así deberá ser teorizado todo el entramado del sistema educativo y de las instituciones educativas complementarias, y también el punto de vista riguroso desde el que los trabajadores, y sus hijas e hijos, deben afrontar el estudio y el aprovechamiento de ese sistema y de esas instituciones.

Toda la evolución de la lucha contra la hegemonía de la clase dominante habla del fracaso de los trabajadores en la defensa de sus intereses estratégicos: la derrota actual es amplia y profunda, y se debe a la ignorancia de lo que habría que haber hecho en el terreno de la educación y de la lucha ideológica (que es el terreno de la lucha cultural en su totalidad). Seguramente, la teoría y la práctica educativa de la izquierda, en este espacio de la lucha contrahegemónica, debe cambiar de orientación radicalmente. El misticismo de los valores, y toda la demás parafernalia piadosa que se gasta cierta pseudoizquierda claudicante, debe ser sustituida por la búsqueda esforzada, rigurosa y autodisciplinada del máximo conocimiento. Sin esa lucha por el conocimiento, la lucha por conseguir la hegemonía se producirá en el vacío de las buenas intenciones. No hay lucha ideológica rigurosa posible sin la capacidad de la clase trabajadora para lograr la reforma moral e intelectual de las clases subalternas, y no habrá nunca esa capacidad si los trabajadores no desarrollamos una reforma moral e intelectual de nuestra propia clase. Sólo el conocimiento puede conseguir eso; no la ignorancia en la que ahora está sumida en su gran mayoría.

Acerca de la necesidad del conocimiento profundo por parte de los trabajadores para el logro de su hegemonía

[Estudia obrero, aprende, libérate de tu impotencia:
estás llamado a ser un dirigente]

Bertolt Brecht

Las muletas

Durante siete años no pude dar un paso.
Cuando fui al gran médico,
me preguntó: «¿Por qué llevas muletas?».
Y yo le dije: «Porque estoy tullido».

«No es extraño», me dijo.
«Prueba a caminar. Son esos trastos
los que te impiden andar.
¡Anda, atrévete, arrástrate a cuatro patas!».

Riendo como un monstruo,
me quitó mis hermosas muletas,
las rompió en mis espaldas y, sin dejar de reír,
las arrojó al fuego.

Ahora estoy curado. Ando.
Me curó una carcajada.
Tan sólo a veces, cuando veo palos,
camino algo peor por unas horas.
(1926)

 
Loa de la dialéctica

Con paso firme se pasea hoy la injusticia.
Los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más.
La violencia garantiza: «Todo seguirá igual».
No se oye otra voz que la de los dominadores,
y en el mercado grita la explotación: «Ahora es cuando empiezo».
Y entre los oprimidos, muchos dicen ahora:
«Jamás se logrará lo que queremos».

Quien aún esté vivo no diga «jamás».
Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablarán los dominados.
¿Quién puede atreverse a decir «jamás»?
¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.
¿De quién que se acabe? De nosotros también.
¡Que se levante aquél que está abatido!
¡Aquél que está perdido, que combata!
¿Quién podrá contener al que conoce su condición?
Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se convierte en hoy mismo.
(1932)

 
Loa del estudio

¡Estudia lo elemental! Para aquéllos
cuya hora ha llegado,
no es nunca demasiado tarde.
¡Estudia lo básico! No basta, pero
estúdialo. ¡No te canses!
¡Empieza! ¡Tú tienes que saberlo todo!
Estás llamado a ser un dirigente.

¡Estudia, hombre en el asilo!
¡Estudia, hombre en la cárcel!
¡Estudia, mujer en la cocina!
¡Estudia, sexagenario!
Estás llamado a ser un dirigente.

¡Asiste a la escuela, desamparado!
¡Persigue el saber, muerto de frío!
¡Empuña el libro, hambriento! ¡Es un arma!
Estás llamado a ser un dirigente.

¡No temas preguntar, compañero!
¡No te dejes convencer!
¡Compruébalo tú mismo!
Lo que no sabes por ti,
no lo sabes.
Repasa la cuenta:
tú tienes que pagarla.
Apunta con tu dedo a cada cosa
y pregunta: «Y esto, ¿de qué?»
Estás llamado a ser un dirigente.
(1933)

 
Preguntas de un obrero que lee

Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron?
La noche en que fue terminada la Muralla china,
¿adónde fueron los albañiles? Roma la Grande
está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió? ¿Sobre quiénes
triunfaron los Césares? Bizancio, tan cantada,
¿tenía sólo palacios para sus habitantes? Hasta en la fabulosa Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba, los habitantes clamaban
pidiendo ayuda a sus esclavos.

El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él sólo?
César venció a los galos.
¿No llevaba consigo siquiera un cocinero?
Felipe de España lloró al hundirse su flota.
¿No lloró nadie más?
Federico II ganó la Guerra de los Siete Años.
¿Quién la ganó, además?

Una victoria en cada página.
¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria?
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién pagó sus gastos?

Tantas historias,
tantas preguntas.
(1934)

 
1940

Mi hijo pequeño me pregunta: ¿Tengo que aprender matemáticas?
¿Para qué?, quisiera contestarle. De que dos pedazos de pan son más que uno
ya te darás cuenta.

Mi hijo pequeño me pregunta: ¿Tengo que aprender francés?
¿Para qué?, quisiera contestarle. Esa nación se hunde.
Señálate la boca y la tripa con la mano,
que ya te entenderán.

Mi hijo pequeño me pregunta: ¿Tengo que aprender historia?
¿Para qué?, quisiera contestarle. Aprende a esconder la cabeza en la tierra
y acaso te salves.

¡Sí, aprende matemáticas, le digo,
aprende francés, aprende historia!

 

[Versión (ligeramente cambiada en algún poema) de Jesús López Pacheco sobre la traducción directa del alemán de Vicente Romano. Los textos están en: Bertolt Brecht, Poemas y canciones, Madrid, Alianza Editorial, 1968]

Bertolt Brecht, [Estudia obrero, aprende, libérate de tu impotencia: estás llamado a ser un dirigente]

DE LAS «CRÓNICAS DE L’ORDINE NUOVO«

Antonio Gramsci

IX

[Cultura, educación, escuela: la tarea comunista]

 

[L’Ordine Nuovo, I, 15, 23 agosto 1919]

Damos comienzo en este número [de nuestra revista] a la publicación de un breve estudio del compañero Aldo Oberdorfer, de Trieste, sobre Leonardo da Vinci, escrito con ocasión de su cuarto centenario, que cae en este año. Estamos seguros de que nuestros lectores y amigos no se sorprenderán de este hecho, que no representa una revocación de nuestro programa, sino la realización de una parte de él, que estaba desde el principio muy clara en nuestras intenciones.

Hemos aludido ya en otras ocasiones al modo como creemos que debería hacerse un periódico o, mejor, una revista comunista de cultura. Ésta debe tender a convertirse, aunque pequeña, en una obra completa, e incluso si no puede alcanzar a satisfacer todas las necesidades intelectuales del núcleo de hombres que no sólo la leen sino que la sostienen con su consenso, y viven en torno a ella y le comunican un poco de su vida, esa revista debe tratar de hacer, sí, que en sus páginas todos encuentren lo que les interesa y les apasiona, y lo que los alivia del peso cotidiano del trabajo, de la lucha económica, del debate político. La revista debería incitar, al menos, a un desarrollo completo de las propias facultades mentales, a una vida más alta y plena, más rica de razones ideales y de armonía; debería dar el estímulo para un enriquecimiento de la propia personalidad. ¿Por qué no podríamos comenzar nosotros, con nuestras modestas fuerzas, en medio del grupo de jóvenes que nos siguen con fe y con esperanza, la obra que será la de la escuela, de nuestra escuela de mañana?

Porque la escuela socialista, cuando surja, surgirá necesariamente como una escuela completa, tenderá a abrazar, inmediatamente, todos los ramos del saber humano. Será una necesidad práctica y será una exigencia ideal. ¿No es ya el momento de los obreros, a quienes la lucha de clase ha dado un sentido nuevo de dignidad y de libertad, que, cuando leen los cantos de los poetas u oyen pronunciar los nombres de los artistas y de los pensadores, se preguntan con pesadumbre: “Por qué la escuela no nos ha enseñado estas cosas también a nosotros”? Pero consuélense éstos: la escuela, como se la ha hecho funcionar en los últimos diez años, como se la hace funcionar en este momento por la clase que nos dirige, no enseña ya nada a nadie, o bien poco. La tarea educativa tiende ahora a realizarse por otras vías, libremente, a través de asociaciones espontáneas de hombres animados por el deseo común de mejorarse a sí mismos. ¿Por qué un periódico no podría convertirse en el centro de uno de esos grupos? También en este terreno, el Estado de los burgueses está a punto de fracasar. La antorcha de la ciencia ha caído de sus manos, agotadas en el solo esfuerzo de acumular riquezas para beneficio privado, como ha caído de ellas la lámpara sagrada de la vida. Nuestra es la obligación de recogerla, de hacerla brillar con una luz nueva.

Hay, en realidad, en el cúmulo de nociones transmitidas por un milenario trabajo de pensamiento, elementos que tienen un valor eterno, que no pueden, que no deben perecer. Uno de los más graves signos de la degradación a la que nos ha conducido el régimen burgués consiste en el hecho de que se pierde la conciencia de estos valores; todo se convierte en objeto de comercio y en instrumento de guerra.

El proletariado, una vez conquistado el poder social, deberá ponerse manos a la obra para reconquistar, para restituir en su integridad, para sí y para la humanidad, el devastado reino del espíritu. Esto estan haciendo hoy, guiados por Máximo Gorki, los obreros de Rusia, esto se debe comenzar a hacer por todas partes donde el proletariado está cerca de haber alcanzado la madurez que es necesaria para la transformación social. Lo que ha venido a menos en lo alto debe resurgir más fuerte desde abajo.

[Recogido en L’Ordine Nuovo 1919-1920, Turín, Giulio Einaudi, 1972, 451-453; La formazione dell’uomo. Scritti di pedagogia, ed. de Giovanni Urbani, Roma, Riuniti, 1967, 118-120; y L’Ordine Nuovo (1919-1920), ed. de Valentino Gerratana y Antonio A. Santucci, Turín, Giulio Einaudi, 1987] [Traducido por Salustiano Martín]

Antonio Gramsci, [Cultura, educación, escuela: la tarea comunista]

¿SERES HUMANOS O MÁQUINAS?

  ANTONIO GRAMSCI

  Avanti!, ediz. piamontese, XX, 351 (24 diciembre 1916)

 La breve discusión desarrollada en la última asamblea entre nuestros compañeros y algunos representantes de la mayoría, a propósito de los programas para la enseñanza profesional, merece ser comentada, aunque sea brevemente y en forma de compendio. La observación del compañero Zini (“La corriente humanística y la profesional chocan todavía en el campo de la enseñanza popular: hay que lograr fundirlas, pero no hay que olvidar que antes que el obrero está aún el ser humano, al que no hay que impedir la posibilidad de vagar por los más amplios horizontes del espíritu, para esclavizarlo inmediatamente a la máquina”) y las protestas del consejero Sincero contra la filosofía (la filosofía encuentra adversarios especialmente cuando afirma verdades que afectan a los intereses particulares) no son simples episodios polémicos ocasionales: son choques necesarios entre quienes representan principios fundamentalmente distintos.

1. Nuestro partido no se ha afirmado todavía sobre un programa educativo concreto que se diferencie de los habituales. Hasta ahora nos hemos contentado con afirmar el principio general de la necesidad de la cultura (elemental,  profesional o superior), y este principio lo hemos desarrollado y lo hemos propagado con vigor y energía. Podemos afirmar que la disminución del analfabetismo en Italia no se debe, tanto a la ley sobre la instrucción obligatoria, cuanto a la vida espiritual, al sentimiento de determinadas necesidades de la vida interior, que la propaganda socialista ha sabido suscitar en los estratos proletarios del pueblo italiano. Pero no hemos ido más allá. La escuela en Italia sigue siendo un organismo puramente burgués, en el peor sentido de la palabra. La enseñanza media y superior, que es estatal, es decir, que se paga con los ingresos generales, y, por tanto, también con los impuestos directos pagados por el proletariado, no puede ser frecuentada más que por los jóvenes hijos de la burguesía, que gozan de la independencia económica necesaria para la tranquilidad de los estudios. Un proletario, aunque inteligente, aunque posea todos los requisitos necesarios para llegar a ser una persona culta, es obligado a quemar sus cualidades en actividades diferentes, o a convertirse en un refractario, un autodidacta, es decir (hechas las debidas excepciones), un ser humano a medias, un ser humano que no puede dar todo lo que habría podido si se hubiese completado y robustecido en la disciplina de la escuela. La cultura es un privilegio. La escuela es un privilegio. Y no queremos que sea así. Todos los jóvenes debieran ser iguales ante la cultura. El Estado no debe pagar con el dinero de todos la enseñanza también para los mediocres y deficientes, hijos de familias pudientes, mientras excluye de la misma a los inteligentes y capaces, hijos de proletarios. La enseñanza media y superior debe organizarse sólo para quienes sepan demostrar que son dignos de ella. Si es de interés general que exista, y que sea quizás sostenida y regulada por el Estado, es también de interés general que puedan acceder a ella todos los inteligentes, cualquiera que sean sus posibilidades económicas. El sacrificio de la colectividad se justifica sólo cuando va en beneficio de quien se lo merece. El sacrifico de la colectividad, por eso, debe servir especialmente para dar a las valiosas aquella independencia económica que es necesaria para poder tranquilamente dedicar el tiempo propio al estudio y para poder estudiar seriamente.

2. El proletariado, que está excluido de los centros de cultura media y superior por las actuales condiciones de la sociedad, que determinan una cierta especialización de los seres humanos, que no es natural porque no está basada en las distintas capacidades, y por tanto destructora y contaminadora de la producción, debe desviarse a las escuelas colaterales: técnicas y profesionales. Las técnicas, instituidas con criterio democrático por el ministro Casati, han experimentado una transformación, por las necesidades antidemocráticas del presupuesto estatal, que las ha desnaturalizado en buena medida. En gran parte se han convertido ya en añadidos superfluos de las escuelas clásicas y en un desahogo inocente de la empleomanía pequeño-burguesa. Las tasas de matrícula en continuo ascenso, y las posibilidades que ofrecen para la vida práctica, han hecho también de ellas un privilegio, y, por lo demás, el proletariado está excluido de ellas, en su mayor parte, automáticamente, por la vida incierta y azarosa que se ve obligado a llevar el asalariado; vida que no es, ciertamente, la más propicia para seguir con fruto un curso de estudio.

3. El proletariado necesita una escuela desinteresada. Una escuela en la cual se le dé al niño la posibilidad de formarse, de convertirse en ser humano, de adquirir los criterios generales que sirven para el desarrollo del carácter. Una escuela humanística, en suma, como la entendían los antiguos y los más recientes hombres del Renacimiento. Una escuela que no hipoteque el porvenir del niño y que no fuerce su voluntad, su inteligencia, su conciencia en formación a moverse dentro de una vía de estación prefijada. Una escuela de libertad y de libre iniciativa, y no una escuela de esclavitud y de mecanicidad. También los hijos de los proletarios deben tener ante sí todas las posibilidades, todos los campos libres para poder realizar la propia individualidad del modo mejor y, por eso, del modo más productivo para ellos y para la colectividad. La escuela profesional no debe convertirse en una incubadora de pequeños monstruos áridamente instruidos para un oficio, sin ideas generales, sin cultura general, sin alma, sino sólo dotados del ojo infalible y de la mano firme. También a través de la cultura profesional se puede hacer brotar, a partir del niño, al ser humano adulto. Con tal de que sea cultura educativa y no sólo informativa, o no sólo práctica manual. El consejero Sincero, que es un industrial, es un burgues demasiado mezquino cuando protesta contra la filosofía.

Ciertamente, para los industriales mezquinamente burgueses puede ser más útil disponer de obreros-máquinas en vez de obreros-hombres. Pero los sacrificios a los que toda la colectividad se somete voluntariamente, para mejorarse y hacer brotar de su seno los mejores y más perfectos seres humanos que la eleven aún más, deben derramarse benéficamente sobre toda la colectividad y no sólo sobre una categoría o una clase.

Es un problema de derecho y de fuerza. Y el proletariado debe estar alerta, para no sufrir otro atropello después de los muchos que ya sufre.

[Recogido en: Scritti giovanili 1914-1918, Turín, Giulio Einaudi, 1958, 57-59; La formazione dell’ uomo. Scritti di pedagogia, ed. de Giovanni Urbani, Roma, Riuniti, 1967, 84-86; Cronache torinesi 1913-1917, ed. de Sergio Caprioglio, Turín, Giulio Einaudi, 1980, 669-672] [Traducido por Salustiano Martín]

Antonio Gramsci, ¿Seres humanos o máquinas?

EQUIDAD, IGUALDAD DE OPORTUNIDADES Y JUSTICIA: ¿PREPARAR EL “FRACASO” DE LOS QUE DEBEN FRACASAR O CONSTRUIR EL CAMINO DEL “CONOCIMIENTO” PARA TODOS?

[A propósito de la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza del PP]

(octubre 2002)

Salustiano Martín

Tanto esta ley, como aquélla a la que viene a  reformar [la LOGSE del PSOE], presumen de igualitarias. La «equidad», dice la nueva propuesta legislativa, «garantiza una igualdad de oportunidades de calidad, para el pleno desarrollo a través de la educación, en el respeto […] a los derechos y libertades fundamentales». En ese sentido, añade, debe favorecerse «la libertad personal, la responsabilidad social, y la cohesión y mejora» de la sociedad, de modo que se supere «cualquier tipo de discriminación», «mediante el impulso a la participación cívica» (capít. 1, artíc. 1).

Sin embargo, si no hay una proyección legislativa adecuada y la voluntad política de llevar a término real las propuestas, las buenas palabras no sirven para que se produzcan buenos hechos. Así, sucede que esta ley de calidad de la educación deja para el final del periodo considerado la comprobación de que se están consiguiendo los logros de la calidad. La reválida, que debiera ser un elemento estimulador del esfuerzo en el ánimo positivo del legislador, se convierte, así, en la sanción final del fracaso de la propia Ley. Porque esta ley apenas pone la atención en la enseñanza (malamente llamada) preescolar y muy poco en la primaria, y no se plantea en ningún momento de dónde proceden los desajustes del final de la secundaria: esos que obligan a considerar a un creciente número de alumnos (que no quieren saber nada de la enseñanza, ni del aprendizaje, ni de los conocimientos) como sujetos desechables al final del camino educativo.

La LOGSE, que pretendía ser un mecanismo educativo para la producción de ciudadanos críticos y para limar las diferencias culturales y sociales, no hizo sino acentuarlas: las normas que se pusieron en práctica eran desmoralizadoras y generadoras de irresponsabilidad, y contaban, ya desde su mismo origen, con la presunta existencia de intereses distintos en los alumnos universalmente ingresados en el sistema educativo. Así, se partía de la idea de que había alumnos de diverso tipo, a los que había que tratar de diferente manera y a los que había que ofrecer distintos contenidos. Se jugaba con la idea de los diferentes intereses personales, con la idea de los diferentes ritmos de aprendizaje, con la idea de las diferentes peculiaridades individuales; pero de lo que se estaba hablando en realidad era de las diferentes clases sociales: a distinta clase social, distinto trato y distinto contenido.

Pues bien, esto, ni más ni menos, va a conseguir la nueva ley; con la insidiosa particularidad añadida de que la culpa de su «fracaso» la tendrán los propios alumnos, porque no han puesto a contribución su esfuerzo. El legislador, según parece, se lava las manos.

Si la justicia distributiva (la «equidad» mencionada en vano en el primer artículo de la ley) exige en la educación «una igualdad de oportunidades» (en todo caso, sería mejor hablar de igualdad de derechos), entonces, las enormes desigualdades socioculturales y económicas que se producen en el punto de partida (es decir, en los primeros años de la vida de las niñas y niños) deben ser atajadas sin contemplaciones precisamente en esos años, poniendo todo el empeño, poniendo toda la voluntad política (y algún dinero, seguramente) necesaria para ello, como una obligación imperativa de los poderes públicos.

Lejos de esperar a asestar una ignominiosa calificación de incompetencia al final del camino educativo, que procedería de aquella radical desigualdad inicial, es obligación absoluta de todo gobierno (si quiere ser legítimo desde el punto de vista de la justicia y la equidad) producir una enseñanza preescolar capaz de limar las desigualdades justo en el momento en que se están empezando a producir, sin esperar a que se desarrollen hasta los niveles inabordables a que habrán llegado sólo media docena de años después (para no hablar de la situación a los quince años). En este sentido, las ausencias en el Proyecto de Ley son más que significativas.

Una enseñanza real de la lectura y de la escritura entre los 3 y los 5 años, y un estímulo verdadero, en ese mismo período, de aquellas actitudes que harán a los niños capaces de aprender y deseosos de hacerlo (voluntad y deseo de saber, capacidad para la autodisciplina, autocultivo de la responsabilidad y el orden propios: que no aparecen en las mentes como venidos del ultraespacio, sino que deben ser trabajados activa y esforzadamente en el aula y en el centro educativo), deberían situar a todos los escolares, ya antes del primer año de la primaria, en condiciones favorables para el aprendizaje de los conocimientos y de las destrezas necesarias en cada nivel. El período de los tres a los seis años no debe ser enfocado como una especie de «preparación anímica» para la verdadera escuela: debe ser él mismo ya esa escuela. Debe hacerse universal y obligatorio. Obligatorio, sobre todo para el Estado, que debe ofrecerlo dentro de la red pública, y que debe tomarse como una real obligación de justicia y de equidad su implantación efectiva y eficaz: para la eliminación tendencial de las diferencias culturales de partida.

Lo mismo, exige una reestructuración radical de la primaria, volcada desde el primer año a la eliminación de las diferencias que pudieran subsistir en relación con el origen social de los escolares. No hay «igualdad de oportunidades» (no hay ni justicia ni equidad) si no hay un trabajo consciente (planificado y llevado a cabo con rigor) de eliminación de la desigualdad en el mismo punto de partida cronológico de esas desigualdades, y no podrá reclamar legitimidad en el terreno de la justicia y de la equidad un gobierno que no afronte, con voluntad política de lograr la igualdad, esas diferencias iniciales de orden sociocultural.

Es una burla repugnante (practicada tanto en la derecha como en la izquierda dominantes) la tendencia a identificar pobreza y falta de inteligencia, marginalidad y falta de necesidades culturales, adscripción de clase e identificación de distintas necesidades de conocimiento. ¿Qué es, si no, eso de los «intereses» y las «expectativas» de los alumnos? Los «intereses» y las «expectativas» de los alumnos han sido siempre social e ideológicamente determinadas: por sus padres, por el ámbito social en que se mueven, por la clase social a la que pertenecen, por las «aspiraciones» culturales o laborales inducidas desde los discursos dominantes. Si no se pone, por parte de los poderes públicos, todo el esfuerzo de las instituciones educativas públicas del Estado para superar precisamente tal «identificación» de intereses y expectativas, entonces, esos poderes públicos, y el Estado con ellos, quedará de inmediato deslegitimado en nombre de la justicia y de la equidad. Porque, en fin, todas esas relaciones entre situación socioeconómica y capacidad intelectual son radicalmente perversas desde el punto de vista de la justicia, y son reaccionarias (en el peor sentido de la palabra) desde el punto de vista de la equidad. Sirven, necesariamente, a la reproducción de la propia desigualdad.

Antes de exigir esfuerzo a los escolares hay que asegurarse de que se ha hecho todo lo posible para estimular en ellos el desarrollo de la capacidad de esforzarse, de la actitud positiva hacia el estudio y el conocimiento (capacidad y actitud que no tienen que ver con una presunta personalidad originaria de los escolares -una especie de lacra inmanente a cierto número de ellos-, sino que son cultural, social e ideológicamente determinadas). Hay que asegurarse de que se ha hecho todo lo posible, en y desde el origen cronológico de las desigualdades, para producir la maduración educativa (conocimientos, capacidades, deseos de aprender) en todos los escolares. Si se ha dejado que la diferencia en origen, no sólo no se elimine, sino que se acentúe y se radicalice (como, por ejemplo, ha hecho la LOGSE realmente existente), entonces, no se puede, legítimamente, asegurar la justicia o la equidad del sistema: jamás habrá sido real, en todo el periplo educativo, esa presunta «igualdad de oportunidades de calidad» educativa inscrita en la primera línea de esta ley. Seguiremos instalados en el orden de la burla.

Equidad, igualdad de oportunidades y justicia: ¿Preparar el «fracaso» de los que deben fracasar o construir el camino del «conocimiento» para todos?