LA ESCUELA PÚBLICA Y SUS MALVERSACIONES
COLECTIVO BALTASAR GRACIÁN
1.
Como toda conquista histórica, la Escuela Pública no hizo su aparición de forma repentina, ni entera y perfecta de una vez por todas. Su desarrollo lento y sinuoso, así como la determinación de sus fines y funciones, han ido evolucionando al compás de las fuerzas sociales que la fueron adoptando como bandera de sus respectivos intereses. El valor teórico que la Ilustración concede a la razón crítica, como base de la libertad individual y de la común dignidad del ser humano (Kant sería el ejemplo paradigmático), no se tradujo de inmediato en una asunción por parte del Estado de una responsabilidad central para acercar el saber al conjunto de los ciudadanos. Las formulaciones más avanzadas de la Revolución Francesa (Condorcet) tampoco tendrían plasmación práctica por la derrota jacobina y la consiguiente reacción thermidoriana. Sólo cuando la burguesía ve confrontados sus propios intereses económicos y políticos con los recalcitrantes vestigios del Antiguo Régimen, se decide, finalmente, a expropiar a la Iglesia y apartarla del monopolio ejercido sobre la educación durante siglos. A partir de entonces, el nuevo Estado se encuentra obligado a sustituirla materialmente y a crear un sistema público que, a la vez que pueda dar satisfacción a las demandas educativas todavía minoritarias, vaya asumiendo la formación de los ciudadanos en los nuevos principios políticos y sociales, como vehículo eficaz para la creación de la respectiva identidad nacional. En todo caso, y durante mucho tiempo, la educación pública, generalizada y obligatoria (no en todos los casos gratuita) sólo se extendió a los niveles elementales de una Primaria básica, quedando los estudios medios y superiores para una reducida elite de futuros funcionarios y detentadores de las prestigiadas profesiones liberales.
Si bien es cierto que la Escuela Pública nace de la mano de las necesidades económicas e ideológicas de la sociedad liberal burguesa, reflejando la interna división y reproducción de las clases sociales (como subrayaron Bourdieu y otros sociólogos de la educación), también lo es que el movimiento obrero hace suyo, desde sus inicios, el derecho a la igualdad y al acceso al saber, como instrumentos no sólo de cualificación profesional y de revalorización como mano de obra, sino también de capacitación para participar, con voz propia, en todos los ámbitos de la sociedad civil y política.
Cuando tiene ocasión de expresar, de forma independiente, su programa social, nos encontramos con las formulaciones más avanzadas de los derechos democráticos. El Manifiesto que dirige la asociación La Escuela Nueva a la Comuna de París (1871), aparte de reivindicar el carácter laico y científico que debe caracterizar a la Escuela Pública, deja constancia de las aspiraciones a la equidad en ella reflejadas: “Una vez garantizada la calidad de la enseñanza, en primer lugar, por la instrucción racional, integral, que llega a ser el mejor aprendizaje posible para la vida privada, para la vida profesional y para la vida política y social, nuestra sociedad La Educación Nueva, además, expresa su deseo de que la instrucción sea considerada como un servicio público de primer orden; que, en consecuencia, sea gratuita y completa para todos los niños de los dos sexos, con la única condición del examen para las especialidades profesionales. En fin, pide, que la instrucción sea obligatoria, en el sentido de que se convierta en un derecho al alcance de todo niño, cualquiera que sea su posición social, y en un deber para los padres, para los tutores y para la sociedad”.
Aunque la Comuna fuera aplastada, sus ideales siguieron sirviendo de referencia y acicate en las múltiples peripecias y conflictos entre las clases que jalonaron el siglo XX, de modo que las exigencias y funciones arriba apuntadas han conformado las bases de la defensa de la Escuela Pública, generalmente aceptadas, como elemento irrenunciable de lo que después se dio en llamar “Estado de bienestar”, entendido como el conjunto de derechos y conquistas sociales asentados tras largos y duros esfuerzos de muchas generaciones. Los sistemas públicos de enseñanza han tratado, de mejor o peor forma, de garantizar lo que ha llegado a ser derecho personal y universal, reconocido en todos los códigos y constituciones. La Escuela Pública ha terminado por asumir un conjunto de funciones que, en modo alguno, pueden ser sustituidas o aseguradas por ninguna “iniciativa privada”: de una parte, el derecho de todos y cada uno de los individuos, en igualdad de condiciones, a la educación, que implica su desarrollo como persona, el acceso al saber como patrimonio de la Humanidad y la formación profesional para su participación en el proceso productivo; de otra, el deber del Estado de garantizar niveles óptimos de socialización e integración, capacitando al conjunto de los ciudadanos para participar en el común quehacer social y político, signo indicativo de la buena salud democrática de un país. Así considerada, la enseñanza es un bien público que se debe preservar, al menos, si es que se quiere mantener y desarrollar la democracia como sistema de convivencia entre ciudadanos que gozan de iguales derechos.
Esto es justo lo que ahora, y desde hace un tiempo, se pretende destruir, revirtiendo los bienes públicos y sociales a la esfera de lo privado, es decir, al negocio del mercado, de la ley de la oferta y la demanda, de la regresión a situaciones pasadas de desigualdad y privación de derechos. Hace poco lo expresaba, con toda brutalidad, el consejero delegado del BSCH, Alfredo Sáez, urgiendo a la Unión Europea a “desmontar” en poco tiempo ese “Estado de bienestar”, para rebajar los niveles impositivos y costes laborales en función de la competitividad con los países, donde los trabajadores y la ciudadanía no han llegado, ni de lejos, a gozar de los derechos más elementales. Otros (el propio Botín o los directivos del BBVA), más cautos ante las reacciones que puede provocar la manifestación sincera de sus propósitos, prefieren expresiones más eufemísticas como la necesidad de “flexibilizar” y “reformar” el sistema de protección social.
2.
A parecidos eufemismos y confusiones intencionadas estamos asistiendo dentro de la enseñanza, uno de los pilares fundamentales del denostado Estado del Bienestar y apetitoso campo de donde muchos pretenden extraer cuantiosos beneficios.
La apropiación ideológica de ciertos conceptos es uno de los mecanismos que la ideología dominante ha utilizado históricamente para, vaciándolos de contenido, elaborar su discurso renovándolo y adaptándolo a cada momento. El concepto de Escuela Pública es ilustrativo de la necesidad que tenemos de redefinir constantemente algunos conceptos para que sigan representando un objetivo de progreso social.
A partir de la LODE, los gobiernos socialistas rehuyeron el enfrentamiento con la situación heredada, en cuanto a la red privada subvencionada, y, con la legislación sobre Conciertos, se decantaron por admitir como centros públicos todos los “sostenidos con fondos públicos”, fueran estos gestionados por el Estado o por la empresa privada, y con independencia de cuales fueran los objetivos, intereses, carácter e ideología de los gestores. Se pueden leer alegatos en este sentido en los documentos más recientes del PSOE[1].
Admitir esta definición de lo público, no sólo vacía de contenido este concepto, sino que permite hacer lo mismo con la denuncia del proceso de privatización. El crecimiento de la red concertada a costa de la progresiva marginación de la pública no sería ya un proceso de privatización, sino de redistribución de las plazas escolares siguiendo las leyes del mercado.
Pero no es éste el único intento de vaciar de contenido el concepto de público. Mariano Fernández Enguita, profesor de Sociología de la Educación, que representa las posiciones más recalcitrantes en la defensa del modelo educativo implantado por la LOGSE, en “¿Es pública la Escuela Pública?”, utiliza el concepto de lo público en el sentido de servicio público, esto es, aquel que se ofrece a todos los ciudadanos, independientemente de por quién y en qué condiciones. Curiosamente, esta misma línea argumental es seguida por T. González Vila en “Enseñanza pública, enseñanza privada”, artículo aparecido en Alfa y Omega, revista de la Archidiócesis de Madrid, que termina sugiriendo la denominación de “centros de iniciativa social” para los privados, nuevo eufemismo que intenta ocultar la oposición de intereses entre lo público y lo privado. Tampoco contribuyen a ayudar en la reconstrucción de la Enseñanza Pública, como no sea para añadir mayor confusión, posiciones como las defendidas por Alejandro Tiana (actual Secretario de Estado de Educación) y Antonio Viñao (catedrático de Historia de la Educación)[2]. El primero, después de haber pasado revista a la inutilidad (y la negatividad social) de las “innovaciones” mercantilistas, afirma que tal vez algunas podrían ser interesantes desprendidas de su contexto global “privatizador” (señalando, como ejemplo, las medidas tipo “tercera vía” adoptadas por Tony Blair, cuyas nefastas consecuencias conocemos) y que, en todo caso, no cabe “replegarse a las soluciones del pasado” (¿?), dando por irreversibles los cambios introducidos en dirección a convertir la enseñanza en un verdadero mercado. El segundo autor, después de convencernos de que, no por llamar a la escuela del Estado escuela pública, se convertirá en tal, si sucede que no cumple las características que, según él, la definirían, termina por difuminar todo límite entre lo privado y lo público, puesto que llega a afirmar que aquellas características podrían, tal vez, ser aseguradas, tan bien y mejor, por la escuela privada (¿?). Si Tiana ha decidido que el pasado (sea cual sea su valor) no debe ser recuperado, Viñao da por definitivamente perdida la Enseñanza a cargo del Estado cuando se trata de educar para la capacidad crítica y la emancipación. De modo que, así, ambos teóricos de la educación, haciendo de la necesidad virtud, acaban entregando al mercado un sistema educativo público que debería ser, precisamente, su contrario antagónico.
Estas formas de entender lo público, tratan de ampliar los límites del concepto, desdibujándolos, de tal manera que todo quepa en su interior y que, en consecuencia, su defensa quede vaciada de contenido.
Un ataque diferente a lo público es el que se hace, desde posiciones neoliberales más netas, acusando a lo público de totalitario, en cuanto que limita el desarrollo de la iniciativa privada y la libre competencia. Para los que defienden este punto de vista, la iniciativa privada (o “social”) debería hacerse cargo de toda la educación, salvo de la de aquellos sectores que, por ser económicamente poco atractivos, no resultan rentables, y a los que el Estado debería suministrar una especie de “salario mínimo cultural”. La Escuela Estatal subsidiaria de la privada, como en los más rancios tiempos del franquismo, sería el objetivo descarado de estas posiciones.
Aunque es obvio, tal vez sea conveniente indicar que competencia mercantil y servicio público son conceptos antagónicos. En primer lugar, porque un servicio público debe estar dirigido a satisfacer derechos ciudadanos fundamentales que, en modo alguno, pueden ser hipotecados a criterios de rentabilidad o a intereses privados de cualquier índole. En segundo lugar, porque desde el plano estrictamente económico la existencia de un servicio público de calidad impide el desarrollo del sector privado, cuyas posibilidades quedan reducidas a aspectos superfluos, suntuarios o de prestigio. Es más, el desarrollo de este sector depende totalmente de la previa degradación del sistema público. Esto, que vale para cualquier sector de la economía, es igualmente aplicable en educación, donde la existencia de una red pública de calidad impide el desarrollo de la privada, y donde, mutatis mutandis, el desarrollo de la red privada requiere, como condición previa, el deterioro de la pública.
Desde el plano de los valores, defender lo público es buscar una sociedad donde la igualdad efectiva de derechos y la integración en un proyecto común de ciudadanía sean centrales. Los servicios públicos, que defienden derechos de los ciudadanos, no sólo no uniformizan a la sociedad, sino que hacen más fuerte a la sociedad civil. Frente a la idea de “propiedad” que rige en las “empresas educativas”, que se manifiesta en la misma identificación de un “carácter propio” (es decir, de una ideología sectaria para un exclusivo grupo de “iniciados”), la enseñanza pública promueve un “terreno común”, un espacio relacional inclusivo que trata de hacer posible la formación de una ciudadanía capaz de encontrar, colectivamente, las ideas comunes que podrían convertir a nuestras sociedades postmodernas, fragmentadas por diferencias de diverso tipo, en una sociedad unida, cooperante y solidaria.
A la vez, únicamente en ese marco puede formarse una conciencia crítica y participativa. La capacidad crítica parte de saberse reconocido como sujeto de derechos y deberes dentro del marco común de una ciudadanía responsable. Al debilitar al sistema público de enseñanza, los distintos espacios privados, configurados inevitablemente desde perspectivas de diferenciación y segregación, no pueden sino trasmitir, en el currículum oculto, valores contrarios a la igualdad y al apoyo mutuo, propios éstos de quienes viven en una comunidad democrática de ciudadanos que tienen (o deberían tener) los mismos derechos y las mismas obligaciones.
3.
En consecuencia, nuestro colectivo es partidario de una Escuela Pública, entendiendo por tal la que, no sólo está financiada con fondos públicos y es de titularidad pública, sino que, además, está gestionada por funcionarios públicos. Ello implica:
a) Garantía de acceso universal a la educación en condiciones de igualdad: El Estado debe garantizar un puesto escolar para cada ciudadano, de modo que la escolarización en la escuela privada sea verdaderamente libre, esto es, no sea una consecuencia de la falta de plazas escolares públicas o de la degradación del sistema público de educación. Sólo el Estado (considerando a todos los ciudadanos como sujetos de iguales derechos y deberes, con independencia de su origen social, económico y cultural) puede asegurar el mismo derecho y la misma posibilidad de acceso a todos los niveles de la educación, con la sola condición del esfuerzo y la capacidad de los individuos. La Escuela Pública es el instrumento esencial de transmisión de la cultura y de redistribución del saber (cultura y saber que son patrimonios de la Humanidad); sólo ella puede poner los conocimientos universales heredados al alcance de todos los individuos, para que puedan así satisfacer sus aspiraciones y su desarrollo integral como personas.
b) Servicio público y bien social a preservar de toda ingerencia de intereses y gestores privados: La Escuela es un servicio público permanente, cuya continuidad debe estar garantizada por funcionarios públicos: 1) que son responsables del funcionamiento, bueno o malo, de la enseñanza pública; 2) cuyo acceso a la función pública está regulado por los principios de igualdad, capacidad y mérito, de ahí su independencia respecto a la voluntad de los gestores y de los intereses privados, y 3) cuya responsabilidad puede ser regular y legalmente fiscalizada.
En los tiempos que corren, la función pública, como todo lo público, ha sido objeto de ataques globales, ilegítimos porque no eran sino extrapolaciones interesadas de contados casos de abuso o descontrol -con frecuencia permitidas y alentadas por los partidarios de las privatizaciones-; por lo demás, tales casos deben ser siempre subsanables racional y legalmente. En este terreno del ataque indiscriminado, se olvida que, frente a la empresa privada, los funcionarios públicos representan, en su propia responsabilidad, la garantía de una responsabilidad del Estado.
c) Participación y control social: Por ser la Escuela un bien público, la sociedad debe poder controlar su calidad. Para ello hay que definir los mecanismos de fiscalización y los organismos competentes para ello, sin caer en la demagogia fácil de pretender que el control lo realice el propio consumidor, considerado como “cliente”. En este sentido, la “participación democrática” diseñada por la LODE, volcando la representación de la sociedad civil en los padres y madres de los alumnos, y considerando a estos como “consumidores”, colaboró enormemente a la “mercantilización” de la educación y a la privatización de la enseñanza. Sin duda, el conjunto de los ciudadanos debe poder controlar las diferentes instituciones escolares, en la medida en que su interés es el de la sociedad civil (el interés general). En este sentido, las madres y padres de alumnos deben ser considerados en otro nivel: como interesados en alumnos concretos, sus intereses no son los mismos que los de la ciudadanía entendida como representación global de los intereses sociales; sus intereses son intereses particulares.
Así, las instituciones que habrían de tener en sus manos el control global del sistema (y su materialización financiera y fiscalizadora a todos los niveles) deberían ser representativas de esa sociedad civil. Por eso, sólo el Estado, considerando a todos los ciudadanos como sujetos de iguales derechos y deberes, puede garantizar que la Escuela ofrezca los mismos niveles de calidad a todos los ciudadanos y que les asegure, así, el mismo derecho y posibilidad de acceso a todos los niveles de educación. Por ello, consideramos que es a los funcionarios públicos (a la Inspección educativa, y a la dirección y profesorado de los centros) a los que compete en primer lugar este control. Esto no quita para que otros organismos “que representen intereses generales de la sociedad” (sindicatos de clase, organizaciones ciudadanas de ámbito municipal,…) puedan y deban participar en dicho control. En fin, en un Estado fuertemente descentralizado como el nuestro, hay que considerar además la participación de otras entidades territoriales (Comunidades autónomas, Ayuntamientos). No obstante, creemos que, con el fin de impedir que las diferencias geográficas de renta se reflejen en diferencias en el acceso de los ciudadanos al conocimiento, el papel de estas entidades debe limitarse al de controlar la calidad de los resultados de la Escuela[3].
Las tres características mencionadas, esenciales para la preservación del sistema público de enseñanza, se ven hoy seriamente cuestionadas, tanto por las directrices emanadas de los organismos internacionales (OCDE, OMC, UE,…), como por las reformas que introducen los distintos gobiernos para su aplicación.
El principio del derecho a la educación es puesto en entredicho por las «necesidades de la economía» (de mercado), a fin de limitar el gasto educativo no rentable y los niveles de formación para la mayoría, destinada a ser mano de obra barata de escasa o nula cualificación. En función de esos objetivos, encubiertos o cínicamente declarados, la «apertura» de los sistemas educativos, propugnada desde diferentes instancias, se traduce en la creación acelerada de nuevos mercados educativos, en los que la diversidad de ofertas y demandas juega en favor de una mayor desigualdad en las posibilidades de acceso a la enseñanza.
En congruencia con esa tendencia mercantilista y privatizadora, la Organización Mundial del Comercio impulsa la «liberalización» del sector educativo, en paralelo a otros servicios públicos, introduciendo los modelos de gestión, rentabilidad y competitividad de la empresa privada. Aparte de favorecer el desarrollo de la educación privada, se está confiando incluso la gestión de los propios centros públicos a entidades empresariales que nada tienen que ver con la educación y sus fines.
Finalmente, la participación y el control social que debe ejercerse sobre la educación, como sobre cualquier servicio público, están derivando no sólo en la presencia decisiva de los intereses patronales en los organismos configurados a tal efecto, sino en una primacía a la hora de definir los niveles educativos y formativos, el diseño y reconocimiento de las cualificaciones, la inversión y el gasto educativo, todo desde su particular óptica de la rentabilidad, que poco o nada tiene que ver con las necesidades de formación y desarrollo personal, ni con el derecho universal a la educación.
[1] En este sentido, en el Preámbulo de la enmienda a la totalidad a la LOCE del grupo parlamentario del PSOE se pueden leer frases como las siguientes, que no necesitan comentario: “superado el viejo conflicto entre centros públicos y centros privados”, “porque tienen los mismos derechos y obligaciones todos los centros financiados con fondos públicos”.
[2] Expresadas en sendos artículos en Aurora Ruiz (coord.), La Escuela pública: el papel del Estado en la educación, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002.
[3] Somos conscientes de que una defensa, como la que hacemos, del papel del Estado en educación puede parecer incompatible con un Estado descentralizado. En este sentido, creemos que los “servicios públicos esenciales” deben permanecer bajo el control del Estado, cualquiera que sea su grado de descentralización en otros aspectos, precisamente para asegurar la igualdad en el acceso y ejercicio de un derecho fundamental. Tenemos en cuenta que la descentralización de las competencias educativas es una de las vías de penetración del mercado en el Sistema Educativo, como están poniendo de manifiesto numerosos estudios sobre la mercantilización de la enseñanza, y que a través de ella se fragua un creciente aumento de las desigualdades sociales en el terreno de la educación. Ello quiere decir que, en el caso de España, todas las Comunidades Autónomas deberían ponerse de acuerdo con las instituciones estatales para conformar un Sistema Educativo que pudiera alcanzar, en condiciones de igualdad (de acceso, de desarrollo y de metas), a toda la ciudadanía, sin distinción de lugar de nacimiento, de lengua materna o de origen geográfico.
[Publicado en Crisis, 7 (noviembre 2004), 21-25]